TACONES Y MARGARITAS


Hoy no escribo descalza, me acompañan unos zapatos italianos que abrazan mis pies, como si hiciera meses que no se veían.

Sentada sobre el sillón más fiel del apartamento, no tengo otro horizonte que ese par de zapatos, el campanario férreo de una vieja y discreta iglesia y más al fondo, una torre arrogante, forrada de cristales tras los que se dejan adivinar siluetas y me pregunto si desde allí adivinan tal vez la mía.

Pero no quiero mirar tan lejos, me conformo con descifrar el enigma que explique el por qué me siento tan etérea, sutil, sobre esas curvas súbitas que a simple vista sólo serían capaces de ofrecer un vuelo de vértigo o una carrera en la moto de mayor cilindrada. Sobre los dedos, una delicada fila de piedrecitas transparentes se da la mano para no perderse en la noche. Hoy no hay estrellas por ningún lado, ni siquiera la luna se dignó en salir. Así que para vosotras todo el protagonismo.

Diecisiete centímetros y medio más arriba, otro montoncito de piedras de carácter orgulloso y distante acorrala mi tobillo. Tercas y altivas, no miran hacia abajo. Si les preguntas por las otras, nunca dirán que las conocen. Les resta acidez el cordón de seda negra que rodea una y otra vez el tobillo. Sigue su contorno, lo acaricia sigilosamente y se torna en un lazo infantil que nunca perdió la sonrisa pícara.

El tacón, de aguja. Negro, brillante, incapaz de bajar la mirada. Su sobriedad, intimida a mis infantiles uñas rojo-sangre que juguetean con una margarita no menos aniñada.

Y ahí permanezco, con los zapatos sobre el alfeizar de la ventana, sintiendo el frío aluminio del marco acuchillar mis tobillos y recordándome, junto al segundero del reloj, que son las 2 de la madrugada y me siento más despierta que nunca.

Sin soltar la margarita, tomo en mi mano un vaso con whiskey, que cansado de esperarme se fundió en abrazos con el hielo. Mejor. No tengo fuerzas para discutir con él. Parece que por una vez estamos de acuerdo.
El cristal choca contra mis labios y lo arroja impetuosamente hacia mi garganta como quien arroja un cubo de agua al primer desagüe que tiene a mano.

Como una guitarra desafinada, me incomoda con la desacertada melodía que es capaz de tararear en mis oídos. Diez minutos después, ya me va gustando lo que suena.

Las dos y media. En frente, la iglesia la torre ya sin siluetas y vosotros. Al otro lado, una margarita despeinada, un vaso solitario y una cabeza llena de notas que saltan en el pentagrama.

Está bien, esta noche, os dejo dormir conmigo
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