MIEDO

No le tengo miedo a la muerte, ni siquiera a la vida, que aunque nos parezca lo contrario, a veces es más dolorosa. Tengo sin embargo, miedo a levantar la persiana y que el sol no brille lo suficiente como para saber si ya amaneció o si debo volver a arroparme y fundirme con los sueños que se disfrazaban de realidad minutos antes.

También al frío, pero no al que engendra amablemente un ejército de copos de nieve y los saca de paseo en Diciembre. Al frío visceral. Ese que te amilana con un sonoro grito y enmudece cada cuerda de violín que tanto esfuerzo hizo por levantarse del pentagrama.

Miedo a dormir más horas de la cuenta y mientras, perderme cómo la vida, cansada de esperarme en el portal, se agarra del brazo de cualquiera que prefiera pasear.

A no saber respetar la soledad y llenarla de cafés, charlas e historias cuando más necesita darse un baño en las playas del retiro y a no agarrar con fuerza la mano que le tienden para volver a casa.

Tengo miedo de las lágrimas que no se sabe de dónde vienen. Esas que abandonaron hojas de diccionarios de la vida. Tan rebeldes, como familiares. Y aún más, miedo por si no estoy cerca para ahuyentarlas.

A buscarte y que tú no me encuentres.

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